Una introducción a sus propósitos y posibilidades
En el siglo XXI, las matemáticas son una amplia disciplina con múltiples facetas. Abarcan un extenso espectro de actividades, que hace que parezca difícil que se puedan clasificar todas sus manifestaciones dentro una única materia. En un extremo, definen las bases del cálculo, tiempo y dinero que permiten a la vida cotidiana seguir su curso. En el otro extremo, pueden parecer un mundo cerrado, en el que grandes mentes académicas diseñan acertijos de una colosal complejidad y luego dedican años a tratar de resolverlos. Al mismo tiempo, nuestros políticos insistentemente nos dicen que necesitamos más matemáticas. ¿De qué va, entonces, todo esto de las matemáticas y cómo encaja en nuestro mundo?
Las matemáticas con las que convivimos hoy tienen su raíz en una temprana cultura numérica que nos lleva al año 3000 a.C. Como era de esperar, los comienzos estaban orientados a tratar con asuntos prácticos: problemas en el mercado, el pago de impuestos, la medida de terrenos, la comprensión de las estrellas y los planetas o la concepción de un calendario; todas son aplicaciones que requieren números, cálculos y geometría rudimentaria.
Pero con los egipcios, mil años después, las sociedades comienzan a investigar las propiedades de los sistemas numéricos más allá de las aplicaciones obvias. También empezaron a crear, por curiosidad y placer intelectual, acertijos matemáticos, por la misma razón por la que nosotros podemos disfrutar con el sudoku del periódico.
Las matemáticas habían empezado a mirarse a sí mismas. Había
nacido el matemático.
Los griegos hicieron enormes progresos en torno al año 500 a.C., cuando la verdadera cultura matemática floreció. Los estudios que realizaron han resultado influyentes a lo largo de los siglos y todavía se estudian hoy. Las matemáticas eran consideradas como la esencia del bien supremo y eran una parte esencial en la educación clásica. Pitágoras, Platón, Arquímedes o Euclides son sólo algunos de los filósofos griegos que abogaron por las matemáticas y que ejercieron una influencia cientos, incluso miles,
de años después.
En los primeros siglos del Cristianismo, el péndulo se movió hacia el otro lado, y aquellos que mostraban interés en matemáticas podían encontrarse desterrados a la periferia del mundo cultural. Alrededor del año 400, san Agustín de Hippo sugirió que «el buen cristiano debería cuidarse de los matemáticos y aquellos que hacen profecías vanas», condenándolos por hacer «un pacto con el diablo para oscurecer el espíritu y recluir al hombre en las cadenas del infierno». En aquellos días, los matemáticos estaban estrechamente
conectados con las prácticas tenebrosas de los astrólogos y la sospecha sobre propósitos potencialmente viles o heréticos gravitó alrededor de las matemáticas por un largo período.
En el siglo XVI, el filósofo Francis Bacon lamentó el hecho de que «el excelente uso de la matemática pura» no fuese bien entendido, pero un signo de mejoras fue la toma de posesión de Galileo del puesto de profesor de matemáticas en la Universidad de Padua. Los encontronazos de Galileo con la Iglesia católica, la cual rechazó algunos de sus hallazgos, mostraron que la tolerancia hacia las matemáticas y sus implicaciones con la física y la astronomía tenía limitaciones.
Pero a finales del siglo XVII, con Isaac Newton y sus contemporáneos, se desata una revolución científica y matemática, la cual cambiará para siempre la balanza cultural de poder. Puede que el Romanticismo de finales del siglo XVIII y principios del xix menosprecie estas nuevas visiones del mundo, y William Blake satirice sobre Newton, pero, con las matemáticas como el lenguaje de la ciencia, el futuro estaba seguro. El siglo XIX vio cómo las matemáticas se establecían en las universidades de todo el mundo y fue testigo de una avalancha de nuevos estudios que plantean muchas cuestiones. Las matemáticas habían llegado para quedarse.
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